La gata de ojos violeta

 Liz Taylor en el Zinemaldia, en los setenta

Me he pasado un buen rato pensando en cómo titular esta entrada. No ha sido fácil, porque desde «La fierecilla domada» hasta «Quién teme a Virginia Woolf» existen muchos matices que encajan con esta mujer, un espíritu apasionado, indomable, de una raza extinta, la del glamour. Se nos ha muerto hoy la mujer de la mala salud de hierro, Elizabeth Taylor, la actriz de ojos de color violeta (al menos eso dice la leyenda), la que escandalizó al mundo con sus ocho matrimonios, dos con Richard Burton, quizá el hombre de su vida. La que tras quedarse viuda de Michael Todd fue a consolarse con Eddie Fisher, que era el marido de su mejor amiga, Debbie Reynolds. Cuando dejó de trabajar como actriz se dedicó a llenar portadas, saliendo por enésima vez del Betty Ford, casándose con un albañil llamado Larry Fortensky o posando con sus impresionantes joyas.

Mujer inteligente, utilizó toda esa proyección social para su último gran papel en esta vida: la lucha contra el SIDA, después de perder a su amigo Rock Hudson, quien, recordemos, fue el primer famoso derrotado por un mal hasta entonces desconocido, a mediados de los ochenta.

Pero rebobinemos, porque aquí lo que cabe, por encima de todo, es la actriz, que empezó de niña, donde dejó al público cautivado con su belleza actuando junto a otro gran niño-actor, Mickey Rooney, en «National Velvet» (Rooney será probablemente uno de los pocos supervivientes de la época). También coincidió en «Lassie come home» con otro niño prodigio, Roddy McDowall, en esos comienzos, de los que cabe destacar la versión en color de «Little Women», la archiconocida novela de Louise M. Alcott.

Su rostro de porcelana de espesas cejas marcadas sobre ese par de ojos impresionantes, y esa cintura de avispa tan de los cincuenta se harían inolvidables más adelante en títulos como «Gigante», «La gata sobre el tejado de zinc», «De repente, el último verano». Una actriz muy adecuada para las obras de Tennessee Williams, por su carácter explosivo y sensual.

«Cleopatra», una obra fallida (pero a reivindicar) de Joseph L. Mackievickz marca un antes y un después en su vida y su carrera, se trata del encuento y del comienzo de la pasional historia de amor con Richard Burton, sus idas y venidas, estruendosas rupturas y sonoros retornos. De esa época, «Una mujer marcada», «Quién teme a Virginia Woolf» (que le reportaron sendos Oscar) y «Reflejos en un ojo dorado» (magnífica y acompañada por un gran Marlon Brando) son películas a desempolvar en las estanterías. Yo acabo de revisar un título menor, maltratado por crítica y público, «Castillos en la arena», de Vincente Minnelli, en la que una ya madura Liz Taylor sigue embrujando con su sensualidad salvaje a Richard Burton (y con música de Johnny Mandel, «The shadow of your smile»).

Como acaba de decir Conxita Casanovas en la radio, casi duele saber que su despedida de la gran pantalla fue una versión de «Los picapiedra». Por suerte, nunca dejó de ser estrella y, como decíamos, supo utilizar su popularidad, dinero e influencia para impulsar los primeros proyectos de apoyo e investigación al SIDA, junto con su amigo Michael Jackson.

Se acaba una época, se va extinguiendo el glammour del Hollywood dorado, una forma de entender el cine y la propia industria, algo irrepetible.

Luis Gasca recuerda el paso de Elizabeth Taylor por el festival de cine de San Sebastián