El toque Lubitsch
Acabo de hacer una lista de películas imprescindibles para la navidad (para hacerla más llevadera para aquellos que la aguantamos poco) e, indiscutiblemente, me han entrado unas ganas irrefrenables de revisar una película de las que veo, como mínimo, cada dos años.
Ver una película de Ernst Lubitsch es, para mí, un acontecimiento que va más allá del simple hecho de poner un deuvedé casero. He tenido la suerte de ver todo Lubitsch (todo el que se conserva) en una sala de cine; todo: el mudo y el sonoro, la etapa alemana y la americana (que es la que más o menos conocemos todos) y de conocer unos pocos detalles de la mano de Nicola Lubitsch, la hija del director, que era una niña cuando éste murió en 1947 (pocos meses después de que le dieran el Oscar honorífico que muestra en la foto).
Por suerte, la filmografía de Lubitsch está en buenas manos y se ha ido recuperando poco a poco. Especialmente apreciable el esfuerzo por editar la colección «Lubitsch en Berlín«, con el impagable documental del mismo título dirigido por Robert Fischer, quien también pasó unos días en Donostia para presentarlo durante la retrospectiva. Así, ya no es necesario esperar a que algún alma caritativa recupere en un cine club obras como «La princesa de las ostras», «Sumurun» o «Carmen».
El paso de Lubitsch a Hollywood propició que ese talento para la comedia, ese lenguaje nuevo que empezaba a perfilar ya en sus comedias europeas, se beneficiara del sentido del espectáculo que en los años treinta, con el sonoro, la industria americana del cine había empezado a explotar.
Desde mi punto de vista, «el toque Lubitsch» es uno de los mayores ingenios del cine (y, por extensión, del teatro). Como cuenta Nicola, consiste en «la inteligencia del espectador», con la que el director cuenta de antemano. Esa inteligencia que no necesita parafernalias, ni que le expliquen mutis, elipsis narrativas, o tramas enrevesadas. El toque Lubitsch está llevado al extremo en una de las historias más cortas rodadas por el autor, el episodio «The clerk» de la película «If I had a million» («Si yo tuviera un millón», varios, 1932): Charles Laughton haciendo lo que la mayoría de los ciudadanos desean hacer cuando recibe un dinero generoso e inesperado. (Quien quiera saberlo, que vea la película, no voy a restarle la gracia al asunto).
Una navidad ideal sería aquella en la que revisar la filmografía de Lubitsh. Un empacho de buen cine en toda regla; encerrarse en casa con o sin familia, y ni comer, ni cenar, ni llamadas de felicitación, ni vecinos cantando villancicos. Pero viendo que eso es una idea inalcanzable, si tengo que escoger una sola película para ver tranquilamente en Nochebuena con mis padres, ignorando deliberadamente los falsos festejos televisivos, ésta va a ser «El bazar de las sorpresas» («The shop around the corner» 1940). Una historia que denota la formación teatral de Lubitsch en Berlín, que no necesita más que de las cuatro paredes y algunas puertas de la tienda del señor Matuschek (Frank Morgan); un próspero negocio de regalos en plena campaña de navidad, en el que trabajan el eficiente Alfred Kralik (James Stewart) y la romántica Klara Novak (Margaret Sullavan), quienes, ignorándolo, están viviendo un romance epistolar paralelo a su mala relación laboral. Cartas manuscritas y selladas que vienen y van, citas a ciegas en el otro escenario importante de la película, el café, con un libro y una flor como forma de identificar al otro.
Una trama aparentemente inofensiva pero que Lubitsch aprovecha para administrar su dosis de ironía, de humor corrosivo, donde cabe la infidelidad, hay un hueco para el trepa, el pelota; donde la gente se equivoca y puede ser cruel; pero cabe también una recompensa a la lealtad, donde errar es humano y perdonar también. Quizá en manos de otro director con menos personalidad hubiera resultado otra empalagosa comedia romántica. No, Lubitsch inventó la comedia sofisticada, ligeramente inspirada en los vodeviles teatrales en los que el equívoco era el rey de la trama, y que con las posibilidades del cine (y, obviamente, con todo su talento) llevó a su máxima expresión.