Wall-e

Hello, Wall·E!

“Out there
There’s a world outside of Yonkers
Way out there beyond this hick town, Barnaby
There’s a slick town, Barnaby
Out there
Full of shine and full of sparkle
Close your eyes and see it glisten, Barnaby
Listen, Barnaby…
Put on your Sunday clothes,
There’s lots of world out there…”

Plano general de la Tierra (por el ángulo americano, por supuesto) desde un satélite, probablemente abandonado en el caos espacial, en un viaje hacia un planeta árido, abandonado, invadido por la chatarra y la basura, donde un robot y una cucaracha indestructible conviven, sobreviviendo al paso del tiempo, a la contaminación y al cambio climático.

Wall·E es trabajador y metódico, está programado para amontonar basura. Su mundo está en su ciudad de gigantescos rascacielos de residuos que él mismo va compactando y elevando bloque a bloque, recogiendo todo lo que en algún momento ha quedado abandonado por una sociedad de usar y tirar que parece haber huído despavorida. Los residuos de un mundo presuntamente moderno se convierten en juguetes y curiosidades que con mimo atesora en su vivienda, en el corazón de una máquina tan muerta como todo lo que hay alrededor.

Si nos preguntamos cómo Wall·E y la cucaracha han logrado sobrevivir en soledad, digamos que de sobra es conocido que el repulsivo insecto es indestructible, y que el robot se alimenta de energía solar bien dosificada y de impulso emocional procedente de una vieja cinta VHS que le transmite alegría y esperanza. Éste, por muy máquina que sea, entiende que más allá de aquello para lo que lo han programado, hay algo, un baile, una música, una canción, una vestimenta especial para los domingos… y una mano que entrelazar con su pezuña de acero.

Ese viejo VHS es el mismo que atesoro en alguna caja de mi garaje, donde duermen apilados los restos inservibles de mi reciente pasado. Hello, Dolly! es una obra infravalorada, denostada por la crítica y que, a pesar del éxito de público, nunca pudo recuperar en la taquilla lo que se invirtió en su rodaje. Que de la película se hayan escogido dos temas no es casualidad, como tampoco lo parece que se haya obviado al personaje principal y que da título a la obra, para centrarse en un secundario, Cornelius Hackl, o Michael Crawford. Hasta el punto se ha eliminado a Dolly que apenas quedan rastros en los compases en que debería sonar su voz; esta vez no importa. Wall·E se siente Cornelius Hackl, empleado en la tienda de piensos y forrajes de Horace Vandergelder; un joven de veintiocho años y pico (sic) cuyos escasos ahorros de toda la vida están en la caja fuerte de su jefe, y su vida entre las paredes del almacén en el que trabaja y vive. Cornelius sabe que fuera de esas paredes hay un mundo diferente, lleno de diversión y donde existe una chica a la que poder besar.

El empleado de almacén y el robot basurero se salen de la rutina un feliz día en el que conocen a la chica de sus sueños. A partir de entonces su existencia no va a ser la misma. Cornelius sale de Yonkers: Nueva York es una fiesta, con el desfile de la Calle 14 y el concurso de baile del Jardín de la Armonía. Se enamora instantáneamente de Irene Molloy, la dueña de una sombrerería que hasta entonces aspiraba a casarse con un millonario; ella, al conocer a Cornelius, se da cuenta de que ha de aprovechar el momento para saborear el lado frívolo de la vida.

Wall·E recibe la visita inesperada de Eva, una sonda que rastrea la Tierra en busca de indicios de vida. Una chica de armas tomar, pulcramente vestida de blanco. La escasa belleza de ese mundo es Apple: Wall·E despliega sus paneles solares con el clásico acorde del MacOS, o enchufa el iPod para escuchar su música favorita. Y Eva es blanca, pulida, brillante y elegante como un iMac. Después de superar la violenta irrupción en su territorio de una sonda siempre a la defensiva, Wall·E y su banda sonora consiguen conectar emocionalmente con ella y lo que ocurre de ahí en adelante es una sucesión de aventuras en las que el héroe de la chatarra se mueve, más que con energía solar, con la fuerza del enamoramiento.

Llena de guiños, homenajes e inspiraciones fílmicas, no es sino una matriushka que encierra pequeñas muñecas, como Gene Kelly lleva dentro a Stanley Donen que encierra dentro de sí a Vincente Minnelli. Y en las entrañas de Wall·E no sólo está Cornelius Hackl. Hay también algo de Buster Keaton (el hombre mudo, feo y serio que no para hasta conseguir a su amada), o del Chaplin de Tiempos Modernos, o de Harpo Marx, capaz de sacar de los bolsillos de su gabardina un perro o una escoba. Wall·E es una matriushka de pocas palabras. Su fisonomía tiene que ver con Short Circuit y con el propio ET, del que también sale inspirada la planta (donde hay vida, hay esperanza); hay un homenaje expreso a 2001 y otros más tenues a Artificial Intelligence y a Star Wars. Por último, por encima de todo es un elogio a las películas románticas clásicas y a la actitud positiva del género musical: basta sólo un momento, un instante, para enamorarse para toda la vida…

“I held her for an instant
But my arms felt sure and strong
It only takes a moment
To be loved a whole life long…”

Una obra maestra de Pixar (otra más), que aprovecha para criticar el mundo consumista, de usar y tirar; apunta contra una sociedad orientada a la comodidad, cuesta abajo hacia la obesidad, la ignorancia, la inactividad y la destrucción. En un panorama existencialista, sombrío, casi yermo, una pequeña planta resurge de entre la basura (una bota que Charlot la recibiría como si fuera un exquitiso bistec con ensalada), con un destello de verde optimismo, desencadenando una historia de amor y devolviendo la esperanza de resucitar un mundo extinto. No resulta muy alentador, en cualquier caso, que el comandante del buque esté convencido de que plantando semillas, obtengan deliciosa pizza…