Carmen Martín Gaite

Los años sin Carmen

El 22 de julio de 2000 desapareció una de las más grandes narradoras del siglo XX. Murió abrazada a sus cuadernos, los que se encargaban de imprimir lo que ella guardaba en su memoria, donde se recreaba en su caligrafía y componía imaginativos collage, tomando de aquí y de allá una fotografía, un trozo de tela, un sello. Igual que lo hacía con su forma de escribir, cada párrafo se construía a base de retazos de realidad y sueños, y la escritura no era sino otra forma de tejer o de pegar trocitos de papel para pintar una imagen.

Calila, como la llamaban sus allegados, ha sido irremplazable. Como cada miembro de su generación, ella se encargó de plasmar la experiencia, los sentimientos y los pensamientos de quienes vivieron la infancia durante la guerra civil y fueron pasto de sus consecuencias.

La vida de Gaite tampoco fue un camino de rosas, aunque, quién lo iba a decir, parece que sólo su cabello fuera el auténtico catalizador de sus tragedias. Leerla o escucharla, verla en sus fotografías daban, en apariencia, la impresión de que fuera una persona alegre que seguía albergando a una niña dentro de su cuerpo resistente a la ancianidad. De todas sus fotografías, me quedo con dos, la Carmiña asida al caballo de un tío-vivo en la época de «Caperucita en Manhattan», y la Carmen Martín Gaite que siempre llevaba un gorro-boina con un prendido imaginativo como queriendo contener todos los pensamientos que parecían salir de debajo de su envidiable mata de pelo.

«La Gaite» siempre fue una joven de pelo blanco. Incluso de niña. A pesar del tiempo que ha pasado desde que se la llevó un cáncer fulminante, ella ocupa un lugar como una de las mejores escritoras de todos los tiempos. Su hermana Ana Martín Gaite trabaja para que su nombre y su obra no caigan en el olvido. En alguna entrevista que puede leerse en Internet, asegura que nunca vendió tantos libros como en su última etapa, porque fue cuando atrapó a una generación que nunca la había leído (en la que me incluyo), que la conoció a finales de los ochenta y que comenzó a leerla hacia atrás, es decir, desde las últimas hacia sus primeras novelas.

La leí por primera vez precisamente cuando apareció «Nubosidad variable», una novela que me fascinó desde la primera página, en la que los personajes, el hilo narrativo y la forma de tejer las palabras eran como una especie de conjuro mágico que secuestraba al lector. Lo he ido leyento todo, «Lo raro es vivir», «El cuarto de atrás», «Retahílas», «Entre visillos», «La reina de las nieves», la estupenda «Caperucita en Manhattan»… Años después, Carmen visitó Donostia para dar una conferencia en el Hotel María Cristina en la que nos contó su labor de escritora, su pasión por contar cosas, su forma de abordar la composición de sus personajes y su implicación en ello. Mientras la escuchábamos creo que nos sentíamos totalmente hechizados por ella; su espíritu de niña grande, su inseparable boina, la dulzura de su voz, esa franqueza con la que confesó no haber preparado nada pero tener mucho que decir. Salimos de allí como si hubiéramos pasado la tarde charlando en torno a una mesa camilla y merendando té con pastas con una vieja amiga.

La literatura en lengua española está llena de grandes artesanos de la palabra. Sigo leyendo, entre ladrillo y ladrillo, a Baroja, a Galdós, a Unamuno; a Machado, Lorca y Aleixandre. Y si algo vengo reivindicando y recomendando, es esa generación de posguerra tan maravillosa, la de Delibes, Sánchez Ferlosio, Sénder, los Aldecoa y Gaite, entre muchos otros nombres. Los libros que más he regalado los escribieron ellos. Y creo que han hecho afición entre sus destinatarios.